Procesiones y tupperwares
Anoche me fui a ver procesiones y terminé por no ver ninguna – gracias al cielo, porque yo temo que el día que me pongan delante la imagen de la virgen, temblará un poco y después explotará cual bolsa de papel en un avión en manos de Mr. Bean (si hay alguien que no haya visto esa película y esté leyendo esto, que lo deje, que no somos amigos ya. Esa película es la Biblia para una servidora – ahora entenderéis muchas cosas).
Sí, habéis leído bien: procesiones en septiembre. Bueno, traslados. Son como mini-procesiones. Aquí en Málaga siempre hay alguna. Voy a proponer que se haga una en honor a la virgen del Mercadona – esa que sigue paseando con toda su ilusión las bandejas de pescado fresco por la sección de perfumería para ver si alguien se las lleva. Se merece un altar la señora, mínimo.
La culpa de que anoche yo no aprendiera sobre la cultura semanasantil que envuelve a la ciudad en la que vivo la tiene un objeto. Un objeto de plástico y puntas redondeadas, hermético, y con filos cortantes. La culpa de todo fue de los tupperware (tapergüé, para los que necesitan la traducción y los que seguimos al crack de Dani Rovira).
Mi mejor amigo y yo estuvimos hablando de los tupperware en la cena y no paramos. Es un mundo fascinante este de los recipientes de plástico que te permiten llevarte la comida a cualquier parte, ¿eh? Es un mundo aparte. Si un tupperware pudiera hablar, sería capaz de contar relatos sobre la vida del dueño mucho más interesantes que los que cuenta el propio dueño. Es testigo de absolutamente todo.
Es el héroe. Puede aguantar temperaturas altas de narices, puede pasarse años en el congelador. Da igual que sea del takeaway del chino o del Corte Inglés, tira como un campeón. Yo creo firmemente que un tupperware debería ser el próximo presidente del gobierno, son todoterrenos (idea totalmente gratuita patrocinada por mi sueño de las 10 de la mañana de un sábado).
La cuestión es que mi amigo y yo hablábamos de cómo hay veces que se te pasa el tiempo y te olvidas de que tenías en el frigo la comida de antes de ayer metida en un tupper. Un día abres el frigo y te das cuenta de que está empezando a enmohecerse y, uf…de repente ese gran amigo tuyo que era el tupper, ya no te gusta tanto. Lo abres y tira a podrido, tanto que no lo aguantas, lo cierras y lo vuelves a meter para cuando te compres una máscara de gas y guantes y tengas valor de revivir la experiencia.
Lo mismo ocurre con algunas empresas culturales que comienzan con la premisa de promover el teatro de manera igualitaria y, por decirlo de alguna manera, justa para los que estamos dentro. Todo va bien hasta que se olvidan de que en un momento determinado dejaron dentro los espaguetis, las albóndigas y la salsa de tomate – con la tapa puesta. Todo va bien hasta que se convierten en un recipiente hermético que no permite que nadie entre y aderece los espaguetis con su especia propia. A partir de ahí, pasado un tiempo, eso empieza a oler – si bien, no para el espectador probablemente, para los compañeros de profesión si lo hace. Lo que era una plataforma de la ostia para trabajar todos, se ha convertido en una sala de exhibición para unos pocos.
Y es una pena dejar a su suerte de esa manera a un tupperware del Corte Inglés. En la variedad está el gusto. Si no, preguntádselo a la Santa Virgen del Pescado del Mercadona, que mataría por vender bollitos de vez en cuando en lugar de pescado.
Alba Novoa
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