Los Ancares que nunca existieron
Desde hace unas décadas se viene produciendo una alteración del topónimo “Ancares”, con la anteposición del artículo plural, lo que ha conseguido desvirtuar y vaciar de contenido la realidad histórico-geográfica de este enclave, situado al NO. de El Bierzo, en el límite de la provincia de León.
La denominación de Ancares que recibe también el río homónimo y la sierra divisoria con Galicia ha permanecido inalterada a lo largo de los siglos. Esta modificación arbitraria distorsiona el concepto mismo del topónimo Ancares en su dimensión geográfica e histórica, como singularidad cultural, con personalidad propia, diferenciada de las zonas limítrofes. Decía Graham Greene: “Cambiar el nombre es cambiar el carácter”. Alterar el nombre de las cosas produce el mismo resultado.
La andadura de este enclave arranca en los tiempos prehistóricos y poco a poco comienza a singularizarse hasta convertirse en unidad territorial de carácter político-administrativo al finalizar el primer milenio. Los hallazgos en este espacio geográfico delatan síntomas de poblamiento en el Neolítico, perviven vestigios del período prerromano y se manifiestan abundantemente en la época romana con la explotación de los yacimientos de oro existentes en la zona e incluso con la aparición de epigrafía en el castro de Villasumil; se trata de un ara votiva, datada entre los siglos II y III, adornada en su cabecera de tres círculos con pequeñas cruces; el texto epigráfico distribuido en seis líneas, está grabado sobre una cartela rebajada, y parece dedicada al dios Coso o Cossue, divinidad con presencia constatada en otras partes de El Bierzo por esa época.
Topónimos de origen germánico confirman la presencia de población hispano-goda después del abandono de Roma de las explotaciones auríferas, es el caso de Villarbón, villa bajo el dominio de un tal Arbonius, o Sonimirus en el caso de Villasumil, también el topónimo de Suertes sugiere las “sortes gothicas,” reparto de parcelas entre los colonos.
La penetración árabe debió de ser muy escasa, si consideramos los inexistentes indicios de aquella invasión en la zona, dificultada por la agreste geografía. Pronto el reino astur comienza la expansión al sur de la cordillera Cantábrica durante el reinado de Alfonso I (739-757) y este territorio se reorganiza.
Al traspasar el milenio se asoma a la documentación el nombre de “Ankares”, es en una escritura de 1033 cuando se produce el reparto de propiedades entre los hijos del conde de El Bierzo, Pedro Froilaz; aquí surgen los topónimos de Ancares y Fornela y los nuevos titulares de estos territorios que formaban parte de una tenencia más amplia extensible a los valles altos del Sil en torno a un punto fortificado, el castillo de San Esteban de Fresnedelo o de Ancares, situado estratégicamente entre los valles de Fornela y Ancares, en las cercanías de una vía secundaria romana que partía de Cacabelos, subía por Vega de Espinareda hacia Cariseda y atravesando el puerto de Trayecto llegaba a Asturias. En 1072 las tierras altas de las cuencas formadas por los ríos Ancares, Cúa y Sil se agrupan en lo que históricamente se empieza a conocer como “Tenencia o Tierra de Ancares” bajo la autoridad de Munio Muñiz, padre de Jimena Muniz – tenente del castillo de Cornatel, amante del rey Alfonso VI, progenitora de la dinastía real portuguesa – cuyos restos se hallan inhumados, en el más absoluto anonimato, en el Real Monasterio de San Andrés de Vega de Espinareda. Por tanto en el siglo XI ya existe constancia escrita de una circunscripción político-administrativa llamada Ancares con su centro de poder en el oppidum o castellum de Fresnedelo.
En 1162, por una bula del papa Inocencio III en la que confirma las propiedades del obispado de Astorga, se cita dicha fortaleza con su territorio como perteneciente a la sede asturicense que nombra para su gobierno los correspondientes tenentes. Entre 1175 y 1177 ejerce el cargo García Fernández, pero en este último año se produce una circunstancia nueva al aparecer al frente del valle de Ancares, Fernando Gutiérrez. Aquí puede haber comenzado a surgir la escisión entre la Tierra de Ancares y la de Fornela o Fresnedelo.
La confirmación oficial de la titularidad episcopal sobre estas tierras la tenemos en la donación del rey Alfonso IX de León el día 8 de julio de 1206, cuando entrega al obispo de Astorga, don Pedro Andrés, el realengo del castillo de Fresnedelo con todo su alfoz, derechos y pertenencias. A partir de ese momento en los documentos ya hay una clara separación de estas dos unidades territoriales, Ancares y Fornela, así se pone de manifiesto en un escritura del rey Fernando III el Santo, de marzo de 1250, cuando se compromete con el cabildo y obispo de Astorga a salvaguardar cuanto tienen “en tierra de Ancares e en tierra de San Esteban de Fresnadiello”.
A lo largo del siglo XIII cada uno de estos territorios va reafirmando su identidad propia y a la vez distintos poderes señoriales entran en pugna reclamando su parcela de influencia en la zona, es el caso del abad de San Andrés de Espinareda, señor jurisdiccional del área geográfica limítrofe por el sur, un territorio de abadengo denominado “Coto o Tierra de San Andrés” cuyo origen se remonta a 1043, por privilegio del rey Fernando I, que confirma las donaciones otorgadas por los reyes anteriores. El poder del monasterio se afianza de tal manera que en 1317 el rey Alfonso XI entrega a la cámara abacial el valle de Burbia y el de Fornela, segregándose definitivamente este último de Ancares. Como resultado la tenencia de Ancares reduce significativamente su área de influencia y sus límites geográficos se adaptan a su entorno natural, es decir, la cuenca alta del río homónimo, bajo la jurisdicción del obispo de Astorga, quien continúa ejerciendo el señorío sobre el castillo de San Esteban. Sin embargo el monasterio de San Andrés conservó allí el patronato de las iglesias de San Martín de Espinareda, San Pedro de Lumeras, Santa María de Suárbol y San Jorge de Pereda – este último por permuta con el obispo astorgano de la iglesia de Laguna Dalga – además de tierras, casas, brañas y molinos.
En el año 1330 el abad de San Andrés, don Domingo, entrega una carta puebla a cuatro de sus vasallos para que habiten el lugar de “Vallouta” (Balouta), quedando integrada la nueva población junto con Suárbol en el señorío jurisdiccional del monasterio de Vega de Espinareda. Por tanto la tenencia de Ancares en el siglo XIV la forman los pueblos del valle alto del río Ancares: Lumeras, Villarbón, Villasumil, Sorbeira, Candín, Suertes, Espinareda, Pereda y Tejedo y así continúa en la centuria siguiente.
La revuelta hermandina iniciada en Galicia, a partir de 1467, se extendió por todo El Bierzo donde varios castillos son derribados; la furia antiseñorial afectó también a Ancares; el castillo de San Esteban fue derruido. Este clima de rebelión requiere la intervención de los Reyes Católicos que recortan el poder señorial y afianzan el papel de la monarquía. En estas circunstancias la histórica Tenencia o Tierra de Ancares pasa a depender de la Corona, se convierte en territorio de realengo bajo jurisdicción regia y con nueva denominación: Real Valle de Ancares. Así lo recogen los documentos y también tiene eco este título real en las coplas populares de la rica tradición oral ancaresa que perduraron hasta bien entrado el siglo XX.:
“Por el Alto de la Cruz /
no se pasean chavales /
lo recorren buenos mozos /
del Real Valle de Ancares.”
A partir del siglo XVI, durante la Edad Moderna, la estructura administrativa de la provincia leonesa se divide en Partidos: Asturias, León y Ponferrada, cada uno con su correspondiente Corregidor, representante del poder real. En el corregimiento de El Bierzo solamente Ponferrada y el Real Valle de Ancares son de realengo, el titular del señorío es el rey, es decir, están directamente sometidos a su jurisdicción.
El ahora Real Valle de Ancares incluye las mismas poblaciones que anteriormente con la diferencia de que Lumeras se convierte en cabeza de gobierno, donde reside el juez ordinario, asistido por procuradores o pedáneos, representantes de cada pueblo. En esta etapa surgen los primeros datos de población, en la primera mitad del siglo XVI en el valle residen 100 vecinos y todos ellos son hidalgos, a finales del mismo la población aumenta a 270 y todos de igual condición noble. A lo largo del siglo XVII continúa esta división administrativa, se consolida en la centuria siguiente según la información del Catastro de Ensenada (1752) y el Censo de Floridablanca (1787), que confirman las nueve entidades de población de dicho realengo.
A partir del siglo XIX por decreto de las Cortes de 6 de agosto de 1811 quedaban incorporados a la nación todos los señoríos jurisdiccionales de cualquier clase y condición; luego vienen las desamortizaciones eclesiásticas que van a configurar el nuevo mapa administrativo regional. Los llamados ayuntamientos constitucionales que se van formando se adaptan, en líneas generales, a los antiguos señoríos laicos, eclesiásticos o realengos, así sucederá también en Ancares. La denominación que el valle tuvo en la Edad Moderna aún se mantiene en el primer tercio del siglo XIX, según se puede leer en protocolos notariales de don Froilán Taladrid, conservados en el Archivo Histórico Provincial de León, como el que firma en su oficina de Sorbeira el 31 de diciembre de 1832: “Escribano único por Su Majestad…del Real Valle de Ancares”.
Las leyes desamortizadoras del gobierno liberal y los continuos ataques de ciertas partidas incontroladas obligan, en 1835, al cierre definitivo del monasterio benedictino de San Andrés de Vega de Espinareda, todos sus bienes pasan a manos privadas. Con la abolición de los señoríos el monasterio había perdido la jurisdicción sobre Balouta y Suárbol, con la nueva regulación de los municipios y la creación de los ayuntamientos constitucionales, estas dos poblaciones pasan a formar parte del municipio de Candín, que a partir de ese momento contará con once entidades de población.
El Diccionario Geográfico Universal (1835) adjudica una población aproximada para todo el municipio de 2.500 habitantes, desgrana pueblo por pueblo la dedicación agrícola, ganadera e industrial y muestra un vecindario dinámico que contrasta con esa silueta de primitivismo, subdesarrollo e indolencia adjudicada a sus habitantes, dibujada por alguien sin mucha información y luego calcada hasta la saciedad, creando un estereotipo falso de Ancares y sus gentes. En producción agrícola destaca las patatas, de reciente introducción, centeno – para la fabricación de pan y el aprovechamiento de la paja larga y resistente en los “teitos” de las viviendas – castañas, legumbres, lino y pastos, que alimentan el ganado vacuno, cabrío y ovino. En cuanto a la producción industrial señala la fábrica de hierro en Tejedo (1788), extraído de excavaciones cercanas, donde se encuentra mezclado con cobre, antimonio y plata; otra industria presente en todo el valle es la llamada entonces “traginería”, traslado de mercancías de un lugar a otro, conocido como arriería; en varios pueblos hay también dedicación al textil con telares de lienzo, lana y lino; de Villarbón sobresale la fabricación de cestos y ruecas.
El Diccionario Madoz (1845-1850) se refiere también a 11 molinos harineros, añade a lo anteriormente reseñado la cría de ganado mular y caballar, empleado en la arriería y la producción de manteca – por la cría de ganado de cerda – cera y miel que exporta a Galicia, a cambio de pescado salado y curado; la caza mayor y menor y la pesca de truchas también tiene cierta relevancia. La cera originó la industria artesana de fabricación de velas que se mantuvo hasta fechas recientes. En el campo de la instrucción pública en casi todos los pueblos funcionaba una escuela de primeras letras. El pionero en la zona para la enseñanza infantil fue el monasterio benedictino de Vega de Espinareda, que en 1784 abrió la primera escuela de enseñanza primaria gratuita – antes que ningún organismo estatal – donde acogía a 80 niños.
Las sucesivas medidas desamortizadoras promovidas por gobiernos liberales acaban con los bienes de la Iglesia que van a parar a manos de funcionarios, políticos y hacendados; los campesinos, siguen sometidos al foro, y su situación empeora por el aumento de la presión fiscal, las contribuciones y el mayor rigor en su cobro. Esta circunstancia y la atomización de las tierras en Ancares reducen los ingresos de las familias y las condenan a la pobreza, mientras el resto de El Bierzo sufre un grave estancamiento económico por la falta de modernización de sus infraestructuras y de su industria. Todo esto conlleva una grave crisis que se manifiesta a partir de 1857. Es entonces cuando comienza la emigración de los ancareses a los países hispanoamericanos en busca de nuevos horizontes económicos, que se incrementa a partir de 1880, con destino especialmente a Uruguay y Argentina.
En esta situación de crisis Ancares se convierte en zona aislada y deprimida, olvidada por las autoridades gubernamentales, ajenas a cualquier aporte de recursos para la subsistencia de sus gentes que no se resignan a la miseria; la voluntad emprendedora de los ancareses les anima y son muchos los que buscan fortuna muy lejos, al otro lado del Atlántico. Sirva de ejemplo Atilano Abella, nacido en Sorbeira en 1872, desembarca con 14 años en el puerto de Montevideo – reclamado por sus tíos David y José Abella, establecidos en Uruguay varios años antes – cumplidos los 20 años instala un comercio en Sauce de Cuadra, en el distrito del Carmen, para dedicarse poco tiempo después a la comercialización de frutos del país; además del comercio se dedica a la actividad agropecuaria, llegando a ser propietario de las mejores estancias (ranchos) del país, entre ellas la estancia Santa Clara, Durazno; destacó de tal manera en sus empresas que en la prensa uruguaya se llegó a escribir sobre él: “D. Atilano Abella, uno de los españoles que más eficazmente han contribuido al progreso uruguayo”
Este éxodo se mantiene a comienzos del siglo XX. En los años cincuenta y sesenta la emigración cambia de rumbo y se dirige principalmente a Europa y a regiones más industrializadas de España. Como sucediera un siglo antes Ancares quedó relegado de cualquier inversión tendente a su desarrollo que evitase el enorme problema de despoblación al que todavía sigue sometido en la actualidad.
El municipio de Candín con una superficie de 207 Kms.2, tenía en 1958 una población de 1.977 habitantes y contaba con 11 escuelas mixtas para la atención de los niños en la enseñanza primaria; desde los años sesenta sufre una alarmante disminución de su vecindario, en 1970 el número de habitantes sobrepasaba los 900, baja a 407 en 2004 y en la actualidad se sitúa alrededor de los 300, registrándose despoblados como es el caso de Villarbón; el descenso demográfico es alarmante.
En los últimos años se ha registrado una mejora en infraestructuras, comunicaciones y en determinados servicios básicos, pero no se ha hecho nada en la potenciación de los abundantes recursos naturales, en la revitalización de la riqueza cultural y etnográfica, en la recuperación y conservación del patrimonio rural (puentes, molinos, ferrerías, fuentes…), todo esto contribuiría a crear riqueza y a asentar población. Salvo por la iniciativa privada que ha recuperado en algunos casos la vivienda tradicional, con costosas restauraciones, no se ha conocido directriz gubernativa alguna, ni norma urbanística tendente a conseguir cierta armonía en la arquitectura tradicional, en el urbanismo, respetuoso con los usos tradicionales y el entorno natural, al contrario, materiales de construcción y colores de todo tipo dan a los pueblos un aspecto suburbial, si a esto añadimos la maraña de cables eléctricos y telefónicos encaramados en sus respectivos postes de cemento, etc. el panorama estético resulta desolador. Nadie pone remedio, como si estos desmanes fuesen la norma. No sucede lo mismo en otros lugares, en pueblos escondidos en valles a gran altura, en las faldas de los Alpes con climas extremadamente rigurosos, con condiciones de vida difíciles, cuidan con mimo su arquitectura tradicional, crean un hábitat agradable y aseado y mantienen su población con un desarrollo sostenible.
En medio de toda esta precariedad y marginación Ancares viene sufriendo en los últimos años la usurpación de su nombre. Las tierras carecen de identidad propia, les viene dada por las gentes que las pueblan e históricamente solo han sido ancareses los habitantes de Ancares. El territorio de Ancares en su larga trayectoria conservó siempre su denominación propia, en singular, bien como “Tenencia de Ancares” en la Edad Media, más tarde como realengo “Real Valle de Ancares” y actualmente Valle de Ancares o Ancares; a cada uno de sus pobladores, dentro de esta área geográfica bien definida, se le ha venido aplicando única y exclusivamente el gentilicio de “ancarés”; a los fornelos y burbianos, habitantes de los dos valles leoneses vecinos Fornela y Burbia, nunca nadie los mezcló, ni los llamó ancareses, cada uno con su idiosincrasia, conservó sus características propias, incluso, a pesar de su vecindad, mantuvieron peculiares diferencias lingüísticas, como muy bien estudiaron el berciano D. Valentín García Yebra y D. Dámaso Alonso – de lejana ascendencia ancaresa – en sus viajes por Fornela y Ancares. Sin embargo la historia milenaria parece olvidarse y todo cambia cuando en Ancares se crea la Reserva Nacional de Caza, y el Gobierno, en 1978, destina ciertas ayudas para su promoción, luego se sucedieron otras; los municipios limítrofes gallegos y asturianos quisieron participar en dichas subvenciones y de repente Ancares se transforma en algún despacho, mediante diseño burocrático y antihistórico, en “Los Ancares”, desbordando su ámbito geográfico y abarcando municipios y gentes que jamás habían sido ancareses.
Muchos topónimos tienen desinencia plural sin serlo, un ejemplo cercano, Valdeorras; sin embargo si a alguien se le ocurre anteponerle el artículo plural pasaría a ser “Las Valdeorras”; con este ligero añadido gramatical dejaría de ser un todo homogéneo para convertirse en algo distinto perdiendo su esencia cultural e histórico-geográfica. Lo mismo sucede con “Los Ancares” que históricamente nunca existieron, cuando con esta modificación lingüística, de forma artificial, se pretende englobar y designar otras tierras y otras gentes fuera del ámbito geográfico y natural que siempre se denominó Ancares, espacio conformado única y exclusivamente por la sierra, el río y el valle homónimos, donde, desde hace siglos, habitan los ancareses.
- Artículo del Escritor Santiago Taladrid