Lo que cuentan las casas viejas
- Por Juan «El letrastero» desde su sección “Acuéstate y suda”
No hay nada mejor que reanimar al impulso veraniego con un puntapié cargado de espíritu ligero y andariego. Puede tratarse de un ejercicio purificador, o tal vez no, pero apostaría mis reliquias sonoras a que es así. Es una circunstancia que, se me aparece por sorpresa justo antes de sentarme en lo alto del mirador de A Pena Folenche. Cuando noto el roce de esas hemorragias de sudor que, puntualmente compiten desbocadas frente abajo y por la espalda, mientras la tela de la camiseta las atrapa una a una, robándoles su humedad en una mancha conjunta. Se reflejan con cierto grado de alevosía, dejando su firma rubricada por los poros abiertos sobre el algodón. Frecuentemente, le demando al paisaje un más difícil todavía. Le suplico que me brinde con esos tonos crepusculares su magnum opus rojizo que tanto echo en falta. La fugaz belleza pasajera. Esa que siempre se refugia allí, en el ángulo visible que la naturaleza deja al descubierto. Tan cerca y tan lejos, escenificando su esplendor sobre el horizonte que enmarca la vista panorámica que convierte en dichosas nuestras pupilas.
Antes de continuar, voy a confesar que me encuentro bajo los efectos devastadores de la morriña. Sí, este año no le voy a conceder ni tan siquiera unas migajas de protagonismo. No se lo merece por lo mal que me lo hace pasar. Y porque, aunque parezca que por una vez se le vaya a olvidar visitarme… ni en broma; lo hace y con más saña todavía. Así que… ni mentarla.
Ocurre de manera inesperada, que cuando me encuentro con una casa o un conjunto de ellas en medio de la frondosidad de una fraga, o sobre la despejada y alta desnudez de la sierra, siempre pienso lo mismo: en la vida que contiene dentro, pero sobre todo, en la que albergó en un pasado, que seguramente fuese mucho mayor a la que posee en la actualidad. Lo dejó bien latente Miguel Hernández en su poemario póstumo (“El Hombre Acecha”) cuando plasmó que: “Pintada, no vacía. Pintada está mi casa del color de las grandes pasiones y desgracias”.
El caso es que llegué a As Taboazas, la aldea en la que nació mi abuelo y creció, a medida que el Siglo XX se quitaba las legañas y comenzaba a gatear por los mapas del tiempo
Hace unos días, en esos ansiados intervalos que le consigo hurtar al tiempo, en lo que viene siendo el paraíso terrenal desde que tengo razón de ser (Terras de Trives), arranqué un manojo de horas de la mañana y me las llevé conmigo. Aunque también pudiera ser que me llevaran esas porciones de tiempo a mí. No lo sé, ni creo que importe. El caso es que llegué a As Taboazas, la aldea en la que nació mi abuelo y creció, a medida que el Siglo XX se quitaba las legañas y comenzaba a gatear por los mapas del tiempo. Allí me lo intenté imaginar partiendo con su rueda de afilar, con la necesidad como compañera y el esfuerzo de amigo, mirando de sacar a sus hermanos adelante. Sin embargo, un detalle se retorcía dentro de mi curiosidad familiar. Me encontraba igual que un lobo inquieto de patas ágiles buscando a los suyos. Como esos, que campan por la zona cuando la sábana negra de la noche cubre A Ferrería. Tuve la suerte de dar con un matrimonio que me dio esas muestras de amabilidad que hoy en día tanto escasean en este mundo de locos, ya que, simplemente el hecho de que me insistieran en varias ocasiones con que tomase algo en su casa, únicamente por decirles que era nieto de uno que fue vecino de ellos hace muchas décadas, saca a la luz esa hospitalidad que todavía pervive con el paso del tiempo en esos enclaves rurales. Ellos saciaron mi curiosidad, pues por fin pude plantarme delante de la casa en la que mis familiares vivieron aquellos duros inviernos. La estructura de la parte de arriba no era la original a juzgar por los ladrillos a la vista. También deduje por los visillos, que alguien vivía en esa pequeña casa. Seguramente fuese el propietario. No quise saber nada más. Me imaginé a una parte de mis antepasados allí dentro. Y llamadme flipao, no importa, me lo digo yo mismo muchas veces, pero… hasta percibí el olor que desprendía la leña con la que cocinaban y se quitaban el frío de encima en aquellas gélidas jornadas, allí donde el soplo de los vientos se enerva y envuelve con un beso congelado cada movimiento óseo. Donde cada rama baila su tiritera personal, al compás de un agarrado con el tronco del árbol del que nace. En ese lugar en el que las aldeas se exponen ante los ojos de las montañas que vigilan y comprueban con tristeza su despoblamiento.
Me alberga esa misma sensación cuando bajo a Ponte Navea y me siento en el pretil del puente a observar a la quietud y sentir el silencio. Intentar atrapar los momentos de antaño en esos lugares no es complicado, pues son ellos los que te rodean. No hay vez que no baje por la Vía Nova XVIII y no me asalten legiones romanas por allí.
Intentar atrapar los momentos de antaño en esos lugares no es complicado, pues son ellos los que te rodean
Las casas habitadas conservan en su interior un hogar, un refugio en el que vivir en familia o en soledad, pero también multitud de emociones. Yo no lo sabría muy bien cómo explicar, pero cuando regreso y abro la puerta de la casa del pueblo; en la que ni he nacido, ni he vivido más de un día que no formase parte de algún tiempo muerto de asueto… me digo lo mismo: Ya estoy en casa. Porque así sientes esa estructura de piedra que un día tuvo más vida, y a la que, pese a que solamente sea por unos días (obligaciones obligan…), intentas reanimarla con una cosa colgada por aquí, otra reparada por allá, o una puerta pintada por allí. Porque, me repito, una casa late por dentro. Y cuando son abandonadas, o se encuentran deshabitadas, que ahora que lo pienso, no sé muy bien cuáles son las que te impregnan de melancolía en menor o mayor medida; son esas casa viejas las que más hablan, más susurran, y puede que hasta griten, acumulando lamentos y sollozos a partes iguales entre los paréntesis que las aíslan de toda sociabilidad.
Una casa sin personas, es como un niño abandonado en mitad de la nada y con la niebla envolviendo su visión. Cada grieta es una cicatriz. Cada madera resquebrajada es una herida que duele, pero que todavía, dentro de lo malo… sangra.
Una casa sin personas, es como un niño abandonado en mitad de la nada y con la niebla envolviendo su visión
No soy de consejos, pero, probad a perder a vuestras huellas en lugares mágicos. Escarbad en la imaginación, pues sin esperar nada, nacen historias sobre las que emborronar papeles, o al menos plasmarlas (que no se quede en un intento). Y ante cualquier paso dubitativo, recurrid a esas gemas de versos y música que sólo los grandes saben facturar. Ellas nos recuerdan cada uno de nuestros pasos andados, los que nos quedan por andar… y ante todo, esos que jamás daremos, ni a pies juntillas ni a zancadas, porque esos caminos están demasiado asfaltados para nuestros pies descalzos.
Hágase la prosa, los dioses son Suaves, y Yosi… otro de nuestros maestros: “Mi casa marco de la noche, nave sin rumbo hacia el sol. Es la amante del bosque. Mi casa es el Rock n´Roll”.