La magia de hacer caca

Alba Novoa

Alba Novoa

Escribo desde una de las terrazas más altas de Málaga. A mi vera, un par de macarons (‘macarons’: del latín, bocadillitus carus et estupidus. Mini bocadillitos de azúcar rellenos de crema con algún sabor específico que sirven para identificar a subnormales como servidora donde quiera que vaya una persona) y un vino blanco (‘¿se lo pongo seco o afrutado?’ ha sido una pregunta digna del comodín de la llamada). A mi alrededor, dos mesas con guiris y una mesa con modernos que tienen que ser algo en Madrid, pero que aquí, pues ni zorra. Por lo menos yo.

A mi izquierda, la noria más alta de Europa (porque Reino Unido no entra en Europa, aparentemente). Si giro un poquito más la cabeza, me encuentro con la catedral de Málaga, la cual está todavía por terminar (la gente quejándose por el metro y la catedral sin terminar desde sabe Dios cuando – y nunca mejor dicho). Sobre mí, un sol brillante que va a hacer que las patas de gallo de mis ojos se desarrollen más rápido que mis canas galopantes. A su lado, dos aviones corren su particular carrera (el de la izquierda gana por poco al de la derecha – solo espero que Rossi no sea también piloto comercial). Me pregunto cuándo volveré a coger uno. Ahora bebo de mi copa de vino y respiro. Intento cerrar mi último gran fracaso (último de que ya ha pasado, no de que no vaya a tener ninguno más).

Un rayo de sol alcanza mi neurona y la ilumina. Tengo que aprovechar estos momentos, tienen lugar con la misma frecuencia con la que el Haley pasa cerca de la Tierra. Tengo la que, aparentemente, es la mayor revelación de mi vida:

 

Hay que hacer caca. Hay que hacer caca más a menudo.

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No me hace falta un informe de la Organización Mundial de la Salud, por muchos cojones que tengan (hay que tenerlos para presentar en España, tierra del jamón, el chorizo, el salchichón, la cecina y demás productos de la vaca y el cerdo, un informe que dice que la carne roja aumenta el riesgo de padecer cáncer. Nos llega con el sol. Y el reggaetón. Gracias). Tras un estudio exhaustivo, lo he comprobado: Hacer caca nos permite vivir el momento más alegremente.

Hay que hacer caca, pero en condiciones. Entre otras muchas cosas, estoy convencida de que el país va como va porque los políticos no tienen tiempo de sentarse tranquilos a hacer caca.

Hay que cagarla bien, sin miedo, para librarse de toda la carga que llevamos en el estómago. Hay que dejar que el cuerpo digiera todo para descargar. Y cuando llega el momento de hacerlo, el día nos da un tiempo para reflexionar – si lo aprovechamos, podemos ver dónde estamos y qué tenemos que hacer para seguir. Si no, pasamos una imagen más para arriba en 9Gag. Después, tiramos de la cadena y comenzamos un nuevo ciclo.

Levanto la vista del ordenador (del latín: hybridus tabletus de ofertis) y miro a la izquierda: la noria comienza a girar y la catedral, por incompleta que esté, sigue presidiendo la ciudad de manera implacable.

Porque por mucho que nos duela la barriga, después del momento clave, todo sigue. Nada se pierde. Todo se transforma (grande Jorge Drexler).

Hacer caca es la clave para vivir a gusto.

Fracasar es la clave para volver a empezar.

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