Las fiestas no serían nada sin las bombas de palenque, una tradición para anunciar el inicio, el final o pasajes de los festejos. Cada pueblo cuenta con personas veteranas que se ocupan año tras año del manejo de los artefactos. Y aún cuando este arte encierra sus riesgos, los que las lanzan consideran que son gajes de un oficio, o más bien una pasión, que desarrollan, en la mayor parte de los casos, de forma desinteresada por amor más que al mundo de la pirotecnia, que también, a la esencia de las fiestas.

Es el caso de Manuel Fernández Vidal, conocido como «Vaquero». Lleva desde los 12 años (hoy tiene 65) amenizando, alegrando las celebraciones, con el agradable estruendo de las bombas. Y aunque ya se ha llevado varios dedos por delante, de hecho hace cinco años le costó un ingreso hospitalario, él no piensa en ello: «Me gusta, se lleva en la sangre», dice, porque califica este arte de una emoción indescriptible. «Es una alegría hacer estallar de emoción a un pueblo. Sin bombas, no hay fiesta», añade.

El cariño que le pone le ha costado el reconocimiento de su pueblo de adopción, A Rúa Vella, ya que realmente es oriundo de la provincia de Pontevedra. Detrás de cada bomba, o con cada una que llena de estruendo el cielo, está el alma de quien las lanza.

Más allá de su espectacularidad, las bombas de palenque representan un vínculo con la historia y la identidad cultural de muchas regiones. En algunas comunidades, su fabricación sigue realizándose de manera artesanal, respetando técnicas transmitidas de generación en generación. Este tipo de pirotecnia forma parte del patrimonio inmaterial de numerosos países, con regulaciones específicas que buscan garantizar tanto la seguridad como la preservación de la tradición.
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