De la morriña también se sale
- Por Juan «El letrastero» desde su sección “Acuéstate y suda”
Según el diccionario de la RAE: Morriña es un sentimiento de tristeza o melancolía. Especialmente la nostalgia de la tierra natal. Sin embargo, me consta que no soy el único que tras unos días en mi querido córner peninsular, sufre esta patología pasajera. Sí, porque pasa, pero también se padece. Doy fe de ello.
A la morriña da igual que le ates en sus zarpas unos sacos de lastre, siempre te atrapa a la vuelta; elevándote y destripando a toda nube pasajera que se cruce en su vuelo vertical.
A mí, la morriña no me gusta. La evito. No quiero pensar en ella. Pero al final, es como ese Bob Dylan que nunca se cansa de bañarnos con melodías agridulces, mientras nos pasa un paño usado y empapado de esa saliva que la alegría deja en nuestra frente.
A la morriña da igual que le ates en sus zarpas unos sacos de lastre, siempre te atrapa a la vuelta
Yo, que suelo anticiparme a los temporales antes de que lleguen, aunque en ocasiones me digan que parece que los invoque, soy consciente desde que pongo un pie en mi pueblo (los que tenemos pueblo… ya sabemos de lo que hablo), que en el último despertar en la vieja casa de A Pena Folenche, la morriña me agarrará la muñeca con una mano, y colocará con la otra, en la palma de la mía, el témpano más helado que haya fraccionado con el garfio del desapego. Entonces, me hará un repaso de los veranos pasados allí, con la rapidez y exactitud con la que un binguero examina sus boletos en busca de suerte.
No me consta que la morriña sea considerada una patología. Pero aunque no conlleve una gravedad extrema, a ese conjunto de población al que alcanza, y en el que me encuentro año tras año, nos tiene unos días anulados, y a ratos con la memoria rebobinando continuamente, hasta dar con diferentes momentos en los que recrearse. De esos, que descienden esquivando los obstáculos de un eslalon sin final por la pista que desemboca en la mejor de las metas: una franca sonrisa. Son aquellos atardeceres de tonos anaranjados, en los que se invierten unos minutos en derramas de reminiscencias rescatadas. Un suma y sigue que nos adoctrina el espíritu con satisfactoria felicidad, descarrilando en labios expresivos; ya sea mediante fotos, o con diapositivas mentales que se solapan a los tomos y tomos de buenos hábitos (entiéndanse, periodos de nuestras vidas que transcurren en territorio galego).
No me consta que la morriña sea considerada una patología
A veces, debo confesar, incrédulo de mí, que espero que la morriña desista en su afán por volver a taladrar con la broca de la nostalgia la caja torácica de los veranos y navidades que en mi recuerdo se almacenan, sirviéndome de bombona de oxígeno existencial. Son pulmones ensanchados con el viento que peina el Macizo Central Ourensán, los que suministran el aire sin contaminar por el que respiran los anhelos de tranquilidad; de días sin final en esos territorios, que por así decirlo, son imputables a la vista, por ese insistente empeño de verdecer los bosques que nos rodean.
Así que lo mejor es que se vaya asimilando esa añoranza lo antes posible. Pasado el primer tercio de la temporada (yo soy más de temporada que de ciclo anual), percibiremos no tan lejanas, las puestas al día con Gabi y Eva, que miden las distancias con los pliegues de un mapa sin ninguna pereza. El platicar dislocado con Manu, Ana, Alicia, Marta y familia, etc. Los bocatas o churrascos hablando sin parar con Xosé Manuel, Marga, y claro está: el gran JB Rinardy. Las tardes de cañas conjugadas con recomendaciones literarias y mil formas de arreglar el mundo con Fernanda y compañía en alguna terraza trivesa. La cualidad de hacerte sentir como en casa con el trato y la bondad por bandera de Pacita. Y así tantos. Y más. Y no acabaría de hacer el recuento de momentos que se dejarán oxidar con el paso del tiempo, por la grapa que los une al pagaré de las “gracias por ser así” en una alianza que desgrana sinceridad. Tal vez, esos encuentros pospuestos, tengan un plus si cabe, de más encanto; que no lo creo. Pero bueno, vamos a intentar sacar algo positivo de este estado morriñero en el que nos encontramos.
A la morriña no se le soborna; simplemente se conlleva, se soporta, y se va sumergiendo en su declive lentamente, hasta su próximo despertar…
Ahora, tras unas décadas padeciendo de morriña; me veo en la vicisitud de poder asumir con la resignación conformista del que desfila con el cuello despejado hacia su propia horca imaginaria, que de la morriña no te escapas, pero que se sale. Se puede atrasar, o incluso engañar con alguna escapada, pero mientras exista una carretera, y un letrero con una franja roja cruzando en diagonal el nombre de tu pueblo, y ofreciéndote el diagnóstico anticipado de lo que te espera en un día, o dos como mucho, la morriña se nos volverá a meter en el cuerpo, y no habrá padre Damien Karras, o exorcista similar que te libre de ella.
Lo que está claro, es que a la morriña no se le soborna; simplemente se conlleva, se soporta, y se va sumergiendo en su declive lentamente, hasta su próximo despertar, que seguramente sea en otro avistamiento lunar de maletero lleno y amortiguadores encogidos por la carga; de ausencias que un día te dejaron el alma a la intemperie con su marcha, y de los zarpazos que aquellos penedos te dieron de niño en las rodillas, para que estés donde estés, siempre sepas orientar la brújula al lugar en el que la morriña te anuda al cuello su evaporado tacto.
Morriña: Nos veremos las caras el año que viene (y al otro también).