Beinticinco

Alba Novoa

Alba Novoa

En un par de semanas, o así, cumplo veinticinco (GRACIAS DE ANTEMANO POR LA RIMA. Cansinos). Está guay. De verdad. Ya he pasado la ‘mini-crisis’ anual correspondiente (‘cada año queda uno menos para los treinta’. A su vez, los treinta son los nuevos veinte según dicen. Hago los cálculos y, según esa afirmación, tendré quince. Ahora me explico eso de que el pavo aún me dure).

En reyes, si bien sus majestades no me dejaron carbón, apareció en mi zapato una caja aplanada y del tamaño de un libro. Fui a abrirla con toda la ilusión del mundo y ¡BAM! Ahí estaba. La bofetada que anuncia la llegada de la única, la inesperada, la que llena tus días pre-menstruales de incertidumbre, la irrepetible, la CRISIS DE MITAD DE LA VEINTENA.

Que no venga nadie de valiente a decirme que no sabe cual es. Todos sabemos cual es. Es aquella que llega sigilosa, sin hacer ruido. Se sienta en la mesa en la que estás con tus amigas y susurra al oído de la que tiene más cerca: ‘Bodas. Vestidos de novia. Flores. Decoración de mesas. Convite. Menús. Luna de miel. Damas de honor. Lista de bodas. Sobres. Fotógrafos. Altar’. Y ella no tiene más remedio que vomitar todas esas palabras en la mesa, y el resto de amigas no tienen más remedio que recogerlas y darles vida.

Qué gran momento. Durante los primeros cinco minutos, la charla parece ciencia-ficción – lo más cerca que he estado de una boda ha sido ‘La boda de mi mejor amigo’. A la media hora, eh, la cosa se vuelve real. Bodas. Todas hablan de bodas. Todas hablan de novios formales. Y tú estás ahí, asintiendo indiscriminadamente mientras piensas si es adecuado o no hablar del muchacho que conociste ‘tomando algo con una amiga’ (es decir, en Tinder – ¿’Me ha invitado a cenar’ es un nivel de compromiso aceptable para introducirlo en la conversación?). Te levantas y vas de visita turística al baño. Y de llorar y auto-compadecerte, nada. Na – da. Soltería y alegría, que la vida son dos días.

Te limpias el rimmel humedecido de debajo de los ojos y sales dignamente, cual ex-reina de España de compras por Harrods (por ejemplo). Te sientas, das un sorbo de tu ya moribundo refresco y escuchas la conversación. Ha cambiado, por fin. ‘Qué simpáticos los andaluces’. ‘A la gente no le gustan los estereotipos’, piensas mientras sonríes. Bebes otro sorbo y, sin saber cómo, el espíritu ha susurrado al oído a otra amiga.

Bebés. Tengo trabajo y novio. Ahora quiero un bebé. Pañales. Biberón. Bebé. Gemelos.

Carrito. Bebés. (Decidido, al primer vodka de la noche que le pongan un poquito de agua. Vas a la barra. Vuelves) Bebés. Llanto. Bebés. Parto. Cesárea. Nombres. Niño. No, mejor niña. Alfredo. Priscila.

‘Pues yo tengo un enano de escayola que se llama Perico. Es negro, pelirrojo y tiene un gorro de hada’, dices mientras te bebes el vodka de un trago cual rusa de la vida y coges tu abrigo para, acto seguido, irte de alli.

Bodas y bebés. A partir de los veinticinco, la vida se convierte en bodas y bebés. ‘Veintena’ se tendría que escribir con ‘b’ sólo por eso.

En tres semanas cumplo ‘beinticinco‘ y tengo un enano que se llama Perico. Suficiente para mí.

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