Diego y el Pino Mágico
Ése era su lugar preferido, pasaba horas sentado bajo la sombra que le brindaba aquel pino. El árbol tenía más o menos la misma edad que Diego por lo que habían ido creciendo juntos. En una tierra en la que abundaba esa especie no había otro pino como aquel, su aspecto y la forma de su corteza indicaba que no era fruto de la semilla de los pinos autóctonos.
Su nacimiento, en una maceta, y sus primeros años de vida tampoco fueron los de un pino normal pero… es que él no era un pino normal, era El Pino Mágico.
Nadie conocía con certeza el origen del árbol. Si hacemos caso de la versión de Consuelo, la tía abuela de su madre, fue una de las muchas aves que surcan los cielos de Galicia quien trajo en su pico la semilla de la cual nació. La anciana mujer vio un día como, en una de las macetas de su pequeño jardín, había una nueva planta que en principio no supo identificar ¡Menos mal que no cedió a la tentación de arrancarla! Poco después la planta fue tomando forma y se empezó a adivinar su especie, lo cual tenía aún más misterio.
Ninguna persona de aquella aldea había visto nunca que un pino naciese en una maceta y mucho menos que viviese en ella. Todos creían que aquel árbol moriría si no se le sacaba de allí y se le plantaba en el monte con otros de su especie.
Todos lo creían menos Diego que, a menudo, acudía a regarlo para que no muriese de sed y pudiese seguir creciendo.
Como otros días, Diego había ido a regar el pino; hacía tiempo que no llovía y el verano, en aquellas tierras, era más caluroso de lo habitual. A medida que el muchacho echaba el agua el pino la tragaba con avidez. Humedeció también las ramas hasta que creyó verlas con un verdor más intenso.
Una vez acabado el trabajo guardó la manguera y cuando regresó junto al árbol observó, sorprendido, que de sus ramas colgaban unas bolitas de caramelo. Su sorpresa aún fue mayor cuando oyó una voz que le decía –“Gracias por tus cuidados, yo aún soy pequeño, como tú, y hasta que no sea adulto no colgarán de mis ramas piñas con sabrosos piñones para que puedas comerlos. Hasta entonces, si sigues cuidándome, intentaré premiarte con algunos regalos”. Diego se frotó los ojos y se pellizcó la mejilla para percatarse de que aquello no era un sueño ¡el pino no sólo daba regalos, además hablaba!
Sorprendido y un poco asustado, el niño llamó a su tío Matías, quien dijo a Diego que no se preocupara y siguiera cuidando al pino, no sólo para que este le diese regalos, sino para tener un amigo con el que ir creciendo juntos. Si lo hacía así podría comprobar que los mayores regalos de aquel pino estaban por llegar. Tampoco debía importarle que nadie más oyese hablar al pino mágico, ese sería un secreto entre los dos.
Fueron pasando los años y se hizo necesario mudar al pino, primero a otra maceta más grande y después plantarlo en la tierra, en el lugar que creyeron sería mejor para él. El Pino fue creciendo y Diego con él.
Llegó un momento en que el árbol no necesitó que el muchacho siguiese regándolo, pues era ya capaz de tomar de la tierra los nutrientes necesarios para su supervivencia. Aún así, Diego le echaba de cuando en cuando un poco de agua y El Pino se lo seguía agradeciendo. Se había convertido en un hermoso árbol capaz de seguir ofreciendo regalos que aquel niño que empezó a cuidarlo nunca había imaginado.
Cada año las ramas del pino se cargaban de piñas repletas de riquísimos piñones que se utilizaban en la cocina para acompañar carnes y hacer sabrosas tartas. Una vez secas, las piñas servían para alimentar el fuego del hogar. Su calor al arder era tan agradable como la sombra que las ramas del pino proporcionaban a Diego en verano, protegiéndolo del sol.
Sentado bajo aquel pino, Diego contemplaba la belleza de la ría y soñaba, observando los veleros que surcaban sus azules aguas, con viajar y conocer otros paisajes tan hermosos como aquel.
Diego recordaba las palabras de su tío y empezaba a comprender porqué éste le dijo que los mayores regalos del pino estaban por llegar.
No sólo eran las piñas, los piñones, el calor del hogar en el invierno o la sombra en el verano. Las ramas del pino servían también para que en ellas anidasen los pájaros y alguna que otra ardilla saciase su apetito.
Aprendió que los animales que acudían hasta el árbol para saciar en él su apetito, trasladaban sus semillas, contribuyendo así al nacimiento de otros pinos. De esa forma los bosques se regeneran, evitando que la tierra se convierta en un desierto. Los árboles atraen a la lluvia y de todos es sabido que el agua es la fuente de la vida.
Una voz sacó a Diego de sus pensamientos –“Veo, amigo mío, que por fin has comprendido lo importante que era que me cuidases. Ahora ya sabes que estando vivo puedo aportar muchas cosas a los hombres y a la naturaleza, pero también si un día muero seguiré siendo útil. Quizás no te hayas dado cuenta pero los árboles estamos con los hombres desde que nacéis hasta que vuestra vida se apaga. La mayoría de vosotros pasáis vuestros primeros meses en una cuna de madera, de madera son las sillas o bancos en los que reposáis, los muebles de vuestra casa, algunos de esos barcos en los que sueñas viajar para descubrir nuevos horizontes y también la madera os da el último cobijo. Gracias por tus cuidados y por seguir siendo mi amigo”.
Diego siguió cuidando al Pino Mágico y disfrutando de su compañía.
Cuando nació su hijo le hizo un columpio que colgó de una de las poderosas ramas de su amigo quien, aunque nadie lo oyese, contaba al niño como su padre lo había cuidado y lo felices que habían sido creciendo juntos.
Matías Ortega Carmona
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