48 horas
48 horas. Es el trocito de vida que hace falta para cambiarte. Es el trocito de ti que hace falta para que cambie tu vida. No hablo de cambios en plan ‘salgo en una serie, molo mucho de repente y me mandan al West End/Hollywood/algo así’ (algún día, cuando inventen algún día LA máquina, esa máquina que proyecte lo que vemos en nuestras cabezas en la pared, podréis ver eso del West End todas las noches a eso de las 3 de la mañana cuando tengo los ojos cerrados y estoy en mi cama en posición horizontal. Cobraré entrada, pero daré palomitas, porque si despierta ya estoy zumbada, soñando no os hacéis una idea).
Hablo de los cambios que no parecen que lo son. De los que existen, pero no se notan. Como cuando vas a devolver un vestido del Pull&Bear y te vas a por uno del Bershka (hola, despistados. Ser una tonta de las tiendas es lo que tiene, te das cuenta de que utilizan los mismos patrones y estampados en una tienda y otra, pero aún así tienen algo diferente).
Una mañana te despiertas y tienes que ir a trabajar. Un cuentacuentos. Que no te ha dado tiempo a preparar, pero tu sabes de improvisación (lo que pone en la RAE: ‘Improvisar’ – Hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación. Por lo demás…mucho que aprender). Al toro. El primer cuento funciona. Los pedos siempre son un recurso efectivo. Terminas el cuento de los pedos. Miras el reloj. Te queda media hora y no tienes más cuentos. Coges uno al azar. Y resulta que es el más peñazo de toda la tienda de libros. Te aburre a ti. Aburre a los dos críos que sobreviven a la escabechina literaria que estás provocando. ¿Que cómo te cambia eso? Supongo que aprendes que cuando la lias parda delante de un público, por largo que se te haga, termina. Y la vida sigue. Aunque ese público sean dos críos y a ti te sepa mal. Termina, la vida sigue.
Y sigue, pasando por la tarde. Por aquella sesión de fotos en la que diste gracias al cielo por no haber nacido en Madrid y tener que haberte vestido de chulapa por el resto de tus días (no es difícil que me siente mal un traje, pero con este había que tener huevos y calcetines para mirarme sin ofenderse. Aunque no fuerais madrileños, os ofenderíais igual, hacedme caso). En la que pediste perdón por tener que hacer de flamenca, sabiendo que cada vez que lo haces, siendo tu gallega, una abuelilla con abanico muere de dolor por dentro.
O por aquel cuentacuentos en el que el hijo de la jefa, con sólo dos años, te salva el cuento con sus improvisaciones espontáneas (ATENCIÓN, redundancia salvaje apareció). Aunque este te lo sepas, parece ser que te has casado con una señora (sin ser tu lesbiana ni nada) llamada dislexia que, como buen cónyuge, te revienta la vida cuando puede y siempre en el momento más oportuno.
Y sigue, pasando por la noche. Por LA noche. Esa noche que tantas taquicardias te ha provocado. Esa noche en la que confluyen años de subnormalidades escritas en una libreta. Esa noche en la que se cumple tu sueño, por estúpido que pueda parecerle a los demás. Haces tu primer monólogo. Escrito por ti, interpretado por ti. Tú y el micro y el público. Nada más. Y te agarras al micro. Salen palabras de tu boca. Salen risas de las suyas. Y te sientes invencible. Una vez me dijeron que cuando cumples tus sueños se te queda el cuerpo de coña. Y así es.
Y sigue. Duermes por la mañana, despiertas al mediodía y por la tarde corres a rodar. Nada importante, una figuración. Una figuración que se presenta normal y termina igual o mejor que tu monólogo de la noche anterior (planchetazo en el suelo e insolación de por medio, pero
cuando hay ganas no hay quejas). El sonido de una risa es lo mejor que conozco. Y si son muchas a la vez, es como si Disneyland fuese de chocolate y ocupase el mundo entero – y no me pudiese dar diabetes si me lo comiese todo, claro.
Y sigue. Llegas a casa, reventada. Te miras en el espejo del baño. Te das cuenta de que ya no eres la misma. De que has llegado muy lejos en 48 horas. De que, en tus cien metros lisos, has roto bastantes barreras (soy torpe y no las salto, yo las rompo directamente y me ahorro esfuerzo. Si, también soy vaga). En 48 horas. Te miras. Y sonríes. La vida, a veces, mola demasiado para ser cierta.