La extraña paradoja de la chica a la que no le acaban de gustar las nuevas tecnologías pero es una esclava de las mismas.
Si este capítulo de mi vida tuviese que tener un título, por favor, que fuera ese.
Lo de ‘extraña’ lo he puesto para darle más misterio, pero seguro que no soy la única que se siente así, por lo que de misterioso no tiene nada. Pero es así. Veréis, hoy me despierto y, como todos los días, antes de hacer nada, cojo el teléfono y me dispongo a abrir la aplicación que tengo de imágenes guays y graciosas, ya sabéis, para intentar empezar bien el día y olvidarme un poquito de que tengo doce horas a full por delante.
Después, leo el periódico. MENTIRA. He mentido mucho ahora mismo. Tras cerrar la aplicación anterior, me lanzo cual fiera a abrir el Facebook, para comprobar, una vez más, que cuatro de mis ochocientos ‘amigos’ (si fueran tan amigos todos, el día que dijésemos de echar unas cañas, nos tendrían que cerrar Chueca. Mínimo) han jugado su partida diaria al Candy Crush y se han quedado sin vidas (Algún día escribiré sobre el Candy Crush y los juegos de Facebook. Lo prometo).
Después, leo el periódico, en cinco minutos. Después Twitter. Y, por último, abro WhatsApp para avisar a mis compañeros de que llego tarde. Mi prima de tres años me llama para contarme que va al cole. Cuando empiezo a sentir que el remordimiento emprende su camino hacia mi conciencia, me levanto y empiezo mi día.
Mientras me lavo los dientes, caigo en una cuestión importante: Mi prima, de 3 años, esa que no sabe leer todavía y apenas sabe hablar en condiciones, esa que va sentada en el asiento de detrás del coche de mi tía, ella sabe utilizar un smartphone. Aparte de que me siento una abuela, pienso en qué hace una niña de su edad con un móvil en sus manos. Porqué los niños no se separan del televisor. Ni los adultos. Porqué la gente prefiere los libros electrónicos a los libros en papel (cuestión de espacio, ya lo sé. Pero leer un libro sin olerlo es como zumbar sin amor, reconocedlo). Porqué nos hemos acostumbrado a querer todo rápido y ahora. Nos olvidamos de saborear las cosas. Si la vida ya iba rápido cuando la conexión se cortaba cuando alguien llamaba al fijo, ¿por qué queremos que vaya más rápido ahora? Nos hemos olvidado de saborear lo que tenemos alrededor porque estamos pendientes de pantallas. Lo echo de menos.
A veces me paro y pienso en qué pasaría si fallaran las telecomunicaciones. Imagino que sería tal la ansiedad, que habría gente que haría cosas muy absurdas. Pobre yo, que no podría avisar por WhatsApp de que mi cama me secuestra un poco más. Pobre mi prima, que no podría llamarme para decirme que no se ha salido de la raya al colorear porque no puede usar el móvil. Pero para pobres, mis cuatro amigos del Facebook que tienen que esperar 24h para poder volver a jugar al Candy Crush.
Vosotros, especialmente, poneos a rezar para que el Señor Sol no se tire un pedo gordo.